Feria de Tristán Narvaja

La clásica feria de Tristán Narvaja es conocida internacionalmente. Turistas que llegan por primera vez a nuestra ciudad han oído hablar de ella, y saben que tienen que visitarla porque es uno de los rincones más típicos de Montevideo. Va en camino de ser tan famosa como el Rastro madrileño o el no menos legendario Mercado de las Pulgas parisién.

Cada mañana de domingo, desde hace 98 años, muy de madrugada el bullicio y el ajetreo pueblan la calle Tristán Narvaja entre 18 de Julio y La Paz, así como también parte de las transversales —Paysandú, Cerro Largo— y la paralelas como Gaboto. Cuando el día apenas se asoma comienza a latir ese extraño universo en que se mezclan los pregones de los verduleros, el piar de pájaros muy variados a la venta en sus jaulas, y los viejos tangos surgiendo de la vitrola de un anticuario.

Habitantes de todos los barrios de la ciudad, y gente que proviene de más lejos, se acercan a la feria a surtirse de frutas y verduras, aprovechando la cantidad y variedad de puestos (aplicando, con sabiduría popular, las artes del regateo). Hay quienes recorren apenas su comienzo, sobre la avenida, deteniéndose en los puestos que venden peces de colores y plantas. Otros prefieren los tramos finales en busca de un repuesto de automóvil que ya no se fabrica, un tornillo para una máquina vieja, o un utensilio fuera de uso.

Antigüedades y libros

Las primeras asoman en los puestos callejeros, aunque en realidad sientan sus reales en decenas de locales establecidos a lo largo de varias cuadras de Tristán Narvaja. Todos fueron prosperando al compás del auge de la valoración de adornos y muebles de otros tiempos. Primero fueron los correspondientes al 900 y a la belle époque, después interesaron más los de los años locos, y más recientemente le tocó el turno al art déco.

Los turistas son los clientes más firmes de estos anticuarios, pero muchos uruguayos se animan también a comprar (pese a que muchas veces los precios resultan acalambrantes). El menú que se ofrece es variadísimo, y va de las melancólicas postales en blanco y negro con vistas antiguas, pasando por las típicas decoraciones de salón y las lámparas, hasta llegar a las poltronas y los viejos escritorios de madera de roble. No faltan las esculturas decorativas con motivos vagamente clásicos, y tampoco los óleos con naturalezas muertas y paisajes.

Los libros merecen un capítulo aparte. Si bien se los encuentra desperdigados por toda la extensión de la feria, la concentración principal tiene lugar en la cuadra de la calle Paysandú que va de Tristán a Fernández Crespo. En esa verdadera “biblioteca de babel”, el buen catador que se arme de constancia y persistencia puede hacerse a buen precio de verdaderos tesoros bibliográficos. Por allí aparecen cada tanto primeras ediciones de autores nacionales de todas las épocas, y también innumerables obras que se encuentran agotadas desde hace mucho tiempo. Y no es tan raro que un buscador con suerte pueda tener en sus manos, a un precio muy bajo, libros dedicados por el autor a otro escritor o a una personalidad de la cultura.

Todo lo que se pueda imaginar aparece en esa verdadera “feria de los milagros ilustrada” que se despliega domingo a domingo.

Lo raro y lo insólito

Desde un disco olvidado a una máquina de escribir del siglo XIX, de una guía telefónica capitalina de 1940 a un frac y cuello duro de añeja etiqueta, de un gato siamés a un cómic muy cotizado por lo raro, son algunas de las tantas cosas que el paseante puede encontrar.

Hace algunos años había un señor que vendía dentaduras postizas (usadas; conseguidas vaya a saber dónde) que mostraba en botellones de vidrio no demasiado limpios. No le faltaban potenciales clientes, y alguna vez uno de ellos comenzó a probarse dentaduras hasta encontrar una que más o menos le calzaba, con la que se fue muy orondo.

Sellos, monedas, fierros viejos y diarios de otras épocas, se codean con ropa nueva y barata de contrabando. Un predicador desgranando su sermón sobre un cajón de verdura tiene como música de fondo el tam tam de los tamboriles.

La feria es un verdadero pandemonium; microcosmos no tanto del Montevideo de hoy, sino del de otros tiempos.

Personajes recordables

Allá por el año cuarenta hizo sus primeras armas en la feria un librero que iba a llenar toda una época en la ciudad: Sureda. Lo hizo con apenas dos modestos cajones donde mostraba su mercadería en plena calle. Semana a semana iba a progresar, y no mucho tiempo después ya tendrá su local sobre 18 de julio, al lado del cine Grand Splendid (hoy Teatro El Galpón).

Unos años más tarde otro colega, Rubén, haría un periplo parecido. Comenzó, casi un niño, ayudando en la calle a un viejo vendedor; con el tiempo iba a independizarse y a aumentar el espacio de exhibición de sus volúmenes; por los años sesenta tendría ya su local instalado, en Tristán casi Paysandú.

En un sótano ubicado en el final de la arteria ferial, durante unos años ensayaría su vocación de anticuario un brillante actor y director de teatro uruguayo: Antonio Taco Larreta. Era un sitio laberíntico, con mucho de escenográfico.

Dos artistas plásticos fundamentales de la vanguardia de los años sesenta, Ernesto Cristiani y Ruisdael Suárez, mantuvieron en Tristán Narvaja su mesa de antiguallas como estrategia “alimenticia”.

El profesor Vicente Cicalese fue seguramente, en los años setenta y ochenta, una de las figuras de la cultura más relacionadas con la Feria de Tristán Narvaja. La frecuentaba domingo a domingo de manera puntual. Todos los mediodías se le veía transitar, con sombrero y bastón, observando un libro aquí y otro allá, comprando un incunable acullá, para culminar su periplo en el clásico bar Cancela encabezando una mesa de bibliófilos donde su tono de voz y su hablar enfático —también su enfática presencia— resultaban inconfundibles.

FUENTE: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/michelena/feria_de_tristan_narvaja.htm

 

 

 

 


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